Antonio Monroy (n. Toluca, México, 1984) es licenciado en Artes Plásticas por la Universidad Autónoma del Estado de México. Codirige la Bienal Tlatelolca y es fundador de Tlatelolco Central, proyecto enfocado en la investigación y vinculación artística en Tlatelolco, CDMX. Su obra conjuga formas y conceptos del boxeo, con elementos clave del culto mesoamericano al agua, generando acciones colectivas que reflexionan sobre el pensamiento indígena contemporáneo. Ha presentado su obra de manera individual y colectiva en: Colombia, Costa Rica, Canadá, Estados Unidos, Italia, Francia Inglaterra y México. Beneficiario de los programas: PECDA Edo. México 2018-2019; BBVA-MACG, V Generación; FONCA-CONACULTA, Jóvenes Creadores 2013. Obtuvo el Premio de Adquisición en la XI Bienal FEMSA Monterrey. Participado en las residencias Ghost Days: Making Art for Spirit, dentro del programa Indigenous Arts, en Banff Centre for Arts and Creativity, 2019; Flora Ars+Natura, 2017. Vive y trabaja en la Ciudad de México.
Antonio Monroy (Toluca, 1984) es un artista multidisciplinario que constantemente aborda temas poscoloniales ligados a la defensa del territorio. Tomando como punto de partida la cosmogonía indígena contemporánea, Monroy ve la salud y el cuerpo como espacios políticos, holísticos y de resistencia. La tierra, bajo esta visión, está ligada profundamente con el sujeto que la habita, además de tener un vínculo inherente con la identidad y la salud; siendo el despojo de la misma una causa de violencia, enfermedad y transgresión al bienestar. Para The Backroom, Monroy presenta un escrito sobre su experiencia en el sistema de salud público, como un punto de inflexión en su práctica artística y en su vida, donde la medicina y sabiduría ancestral, así como los remedios naturales y la conexión con la tierra, desafían conceptos occidentales de medicina. Además, presenta bocetos que realiza constantemente de la rueda medicinal, derivada de la tradición indoamericana. Estos dibujos–que el artista llama símbolos del pluriverso–representan emplazamientos en el territorio y en rituales curativos, los puntos cardinales y una lucha de opuestos que generan balance y movimiento en el ser humano y el entorno. En dos videos de una conversación y un recorrido con Don Toño, integrante del Consejo Supremo Indígena de San Francisco Xochicuautla, Monroy hace énfasis en el lazo entre territorio y salud. Por último, comparte algunas de las lecturas–de descarga gratuita–que han servido para nutrir su pensamiento.
Alfredo López Austin
Textos de medicina náhuatl. Cuarta edición, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1993, 230 páginas, mapas e ilustraciones (Cultura Náhuatl. Monografías 19)
Johanna Broda, Beatriz Albores (Coordinadoras)
Graniceros: Cosmovisión y meteorología indígenas de Mesoamérica, Primera edición, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, El Colegio Mexiquense, 1997, 564 páginas, ilustraciones, cuadros y mapas
Alfredo López Austin y Leonardo López Luján
Monte Sagrado-Templo Mayor. El cerro y la pirámide en la tradición religiosa mesoamericana.
México : Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2009
La noche más larga
El domingo 30 de noviembre del 2013 regresé a la Ciudad de México del último encuentro del FONCA-Jóvenes Creadores, en Xalapa, Veracruz. El viaje de regreso se extendió más de lo normal, debido a una serie de accidentes en la carretera. Durante el camino me mensajeé con Surya, mi novia en ese momento, para reunirnos y cenar juntos. Al llegar al departamento donde vivía, y con la pesadez del agotamiento, decidí postergar mi salida lo más posible, intentando descansar un poco antes de salir a cenar. Cerca de las 9:00 pm, opté por tomar la motocicleta y no la bicicleta para llegar lo más rápido posible; la distancia no era mucha, yo vivía en la colonia Doctores y Surya en Santa María la Ribera.
Un semáforo en rojo me detuvo sobre la calzada México-Tacuba, esquina con Paseo de La Reforma. Mi teléfono móvil, que estaba guardado en la bolsa frontal izquierda de mi chamarra, comenzó a sonar. Al intentar responder alcancé a ver el nombre de mi novia, pero la llamada se cortó al instante. Volví a ajustar el casco y coloqué el celular en la misma bolsa de la chamarra, el semáforo se cambió a verde y arranqué. Atravesé Reforma, iba sobre el carril central, mi motocicleta era muy pequeña por lo que la velocidad de arranque no podría haber sido muy alta. Posiblemente iría a 50 km/h cuando pasé la Iglesia de San Hipólito, a la altura del Panteón de San Fernando. Recuerdo haber visto una pequeña luz amarilla que se aproximaba a mi y en seguida sentí un suave empujón sobre mi pierna izquierda, después de ello todo se volvió negro.
No sé cuánto tiempo habrá pasado de ese último recuerdo al momento en que abrí los ojos. Yo estaba tirado en el piso junto a la banqueta y mi motocicleta y el casco a un lado, sentía mi cara hinchada, sentía el olor y el sabor de mi sangre. La sensación era mayor a aquellas ocasiones en que practiqué boxeo–nunca me había sentido tan golpeado–. Al intentar cobrar conciencia de lo ocurrido, tenía la sensación de haber estado en otro lugar y con alguien más, a quien suplicaba dejarme continuar viviendo. Entre la penumbra y con los fuertes olores de la ciudad, alcancé a reconocer la figura de una persona que se aproximaba, mi visión se fue aclarando, y las luces de la ciudad me permitieron reconocer la figura de un policía. Cuando estaba por llegar, mi teléfono comenzó a vibrar de nuevo, pude sacarlo de la bolsa en que lo había guardado y desbloquearlo para responder. “Es mi esposa, por favor dígale dónde estoy”, le dije al policía cuando llegó a mí. Él le dio la descripción del lugar y de mi estado, al colgar me dijo, “No te preocupes, ya viene la ambulancia”.
Minutos después vi llegar a la ambulancia. Los paramédicos me revisaron, me pusieron en la camilla y subieron al interior de la unidad médica. Me cuestionaron con las preguntas de rutina, a las que pude responder perfectamente, pero sobre lo ocurrido no tenía certeza. Pasaron varios minutos, hasta que desde mi lugar alcancé a ver la llegada de Sury, quien les gritó: ¿Qué esperan? ¿Por qué no se lo llevan?
En el camino, intenté reconocer todos los movimientos y sonidos, el frío del oxígeno lastimaba mi nariz y la intensidad de la luz me obligaba a mantener cerrados los ojos, pero el paramédico a mi lado insistió: “¡No te duermas! Ya casi llegamos, vas a estar bien”. No recuerdo con exactitud la llegada al hospital “Magdalena de las Salinas” del IMSS, al norte de la ciudad, pero sí el momento en que me presentaron en urgencias ante la recepcionista y ella se negaba a recibirme al no tener en mano el carnet que me acreditara como derechohabiente. Al escuchar la negación de la trabajadora social, me enderecé de la camilla, alcancé a quitar la banda de oxígeno que tenía en la nariz, para decirle: “Señorita, por favor, mi nombre es José Antonio Monroy Salas, sí estoy registrado en el IMSS, trabajo para el Museo del Objeto del Objeto en la colonia Roma”, después de ello volví a recostarme sobre la camilla. Imagino que mi imagen, ensangrentado y bastante aturdido, le fue lo suficientemente impactante para poder ingresarme y decidir que sí había lugar.
Al interior de la sala de urgencias, me sentaron en una silla de ruedas para trasladarme a otra pequeña sala, en donde tomaron mis signos vitales y me preguntaron sobre si en los últimos tres meses había consumido alcohol o algún otro tipo de droga, después limpiaron las heridas de mi cara, manos y rodillas. La herida entre la sien y la frente del lado derecho era la que más sangraba. Entre bromas y risas, mi descalabrada sirvió para que un pasante de enfermería practicase cómo suturar. Después de ello vendaron mi cabeza con bastante presión, lo suficiente para provocar que mis pómulos y párpados se cerraran, dejándome ver levemente con el ojo izquierdo. Tal visualidad me remitió a la escena de Le Scaphandre et le Papillon (La escafandra y la mariposa), de Julian Schnabel, cuado el personaje principal, Jean-Dominique Bauby, editor en jefe de revista francesa Elle, despierta en el hospital tras sufrir un ataque cerebral.
Mi percepción visual del espacio se redujo a una pequeña franja y borrosa, por lo que intenté continuar guiándome por los sonidos. Así escuché el ingreso de nuevos pacientes y los lamentos de otros tantos. En especial había un señor, que por su tono de voz y las conversaciones con sus visitantes, imagino tendría entre 55 y 60 años, se quejaba con tal fuerza que constantemente tenían que visitarlo los responsables en turno, y en más de una ocasión pedía a grito desgarrado le desamarraran.
En aquella primer noche entraron a visitarme mi amigo Edgar Tobo, con quien compartía el apartamento, y después mi papá, lo cual me reconfortó al saberme acompañado a pesar de que las visitas fueran muy cortas y limitadas. Ellos esperaban afuera y estaban al pendiente de los reportes y cualquier posible noticia referente a mi estado.
Durante los primeros días, sin recibir noticias sobre cuál era mi situación, dormí buena parte del tiempo por voluntad propia y algunas veces bajo el efecto de los medicamentos. El personal médico solamente comentaba que estaba en observación y que esperaban se abriera un espacio para subirme a piso. Ante mi insistencia, comentaron que esperaban se liberara una cama para ingresar a neurocirugía pero seguí desconociendo el propósito específico. El miércoles por la mañana me notificaron que por la tarde ingresaría a neurocirugía, para entonces mi percepción visual había mejorado un poco, así que intenté reconocer el espacio que habitaba. El señor de los gritos desgarradores seguía ahí, aunque la cortina divisoria se mantenía cerrada.
En la nueva camilla, en un ambiente más silencioso y menos hostil, la vista del atardecer y la iluminación de las antenas del cerro me sirvieron como punto de ubicación y confort. Deseaba estar allí, afuera, en alguna montaña. Pensaba en lo aprendido en los años recientes, cuando comencé a participar de las ceremonias-rituales de iniciación del Camino Rojo, principalmente con la “Búsqueda de visión” en la que durante cuatro días y cuatro noches el participante, adentrado en la montaña y en solitario se priva de manera voluntaria del agua y el alimento. A través de la meditación y ensoñación, clama a los espíritus de la montaña por una visión para continuar su vida. “Paciencia”, me repetía constantemente.
A la mañana siguiente, en el recorrido general del médico responsable del turno, comentaron mi situación. Tenía una contusión cerebral en el hemisferio izquierdo, posiblemente tendrían que operarme y colocar una placa en la frente, por la fractura. Me sentía muy aturdido, agobiado y aunque creía que podía pensar con claridad, los pocos movimientos corporales que podía realizar eran lentos. Procuré mantenerme consciente del espacio y la temporalidad observando los cambios de luz en el cielo.
Con las visitas de mis familiares, me comentaban sobre la saturación del hospital y las complicaciones para tener noticias al no haber horarios claros, lo que provocaba que hubiese muchísima gente durmiendo en las salas de espera durante el día y al anochecer afuera de las instalaciones. Con cada visita buscaban a alguna enfermera o médico para saber sobre mi situación, la información era escasa y se justificaban argumentando que el responsable del turno tenía los detalles.
Después de varios días, volví a ver a Surya, estaba muy molesta por las condiciones del lugar, buscaba la manera de sacarme de ahí y llevarme a un mejor hospital, pero la gran mayoría de las personas con quien lo consultaba le decían que estaba en el mejor por la calidad de médicos. En ese momento aprovechó para resumir los principales detalles desde el día del accidente: La ambulancia arrancó sin decir su destino; el policía le comentó que yo manejaba en estado de ebriedad y, por lo tanto, habría sido mi culpa, justificando su argumento por los testimonios que obtuvo de una prostituta y un teporocho de la zona. Tras una serie de llamadas y recorridos en su motocicleta en la zona de hospitales en La Raza, después de un par de horas logró ubicar el hospital al que ingresé. Tras días de mucha insistencia habían logrado saber que entraría en Neurocirugía, pero tampoco tenían los detalles. Estaba sumamente impactada por el sistema de salud, que más que curar, “enferma, mata”, decía. El colmo llegó cuando le pregunté sobre mi cartera con identificaciones y tarjeta del banco, esta última no estaba y al solicitar su cancelación preguntamos cuándo y dónde se había utilizada por última vez, los datos corresponden con la misma farmacia San Pablo, el día de mi accidente cerca de la media noche-horas después de mi ingreso al hospital- y la mañana siguiente; sin lugar a dudas, uno de los paramédicos debió haber extraído la tarjeta de banco de mi cartera.
Salí la tarde del viernes, al parecer el personal médico esperaba que convulsionara o tuviese alguna otra reacción por el trauma craneal, y al no ocurrir en los primeros días pudieron darme de alta. Me prescribieron una serie de analgésicos y antinflamatorios, dándome cita con el médico especialista para los primeros días de enero. Pasé unos días más en cama, los movimientos bruscos y rápidos me provocaban fuertes mareos e intensos dolores de cabeza. El sonido de la calle y las voces altas me agobiaban. El medicamento que tomaba me generaba mucha lentitud física, sentía que podía pensar correctamente, pero mis reflejos y movimientos físicos rutinarios eran muy lentos.
Enviamos los estudios que me fueron realizados a un médico especialista en París–amigo de la familia de Surya–para tener un segundo punto de vista, su opinión fue que tenía unas pequeñas gotas de sangre en el hemisferio izquierdo que debían ser vigiladas por lo que era necesarios realizar un segundo estudio para observar que estas se disiparan paulatinamente, y, que por el tipo de contusión, tendría que realizar una rehabilitación con ejercicios verbales y de memorización.
El 21 de diciembre por la mañana dejé de tomar los medicamentos. Ale y Gina, dos queridas amigas, me invitaron un par de días antes a una ceremonia, ellas se ofrecieron a llevarme y traerme puesto que el camino era largo. Tuve toda la confianza de participar e ir con ellas, sabiendo que ahí podría encontrar un cierto alivio, ya que conocía el tipo de ceremonia y medicina que habría. El único temor que tenía era que después del ritual siguiese sintiéndome igual, ya que eso significaría que el problema era aún más grave.
Llegamos por la noche a Zacualpan, Estado de México, territorio en el que había iniciado mi camino espiritual, con la Fundación Cultural Camino Rojo. El fuego en forma de estrella de siete puntas, estaba colocado en la plataforma central y le habían encendido al atardecer con los últimos rayos del sol. Aquella noche el viento era bastante fresco, el cielo estaba muy despejado, estrellado y con una luna radiante. Saludé al grupo y me sentí feliz de volver a estar ahí. Bastante bien abrigado me senté en una silla junto al tambor, la ceremonia con los cantos comenzó y la luminosidad del fuego fue creciendo–las chispas subían tan alto que se confundían con las estrellas. En la noche, llegó a mí una bebida espesa y amarga que bebí con confianza y un polvo muy fino, casi dorado –medicinas tradicional de hierbas el cual también ingerí. Los cantos siguieron sonando y el fuego serpenteaba con mayor fuerza. Las náuseas llegaron a mí pero procuré contenerme lo más posible hasta que el malestar me obligó a levantarme para alejarme del círculo. Con la luz de la luna alcancé a guiarme sobre el terreno árido hasta que encontré un espacio donde pude aliviarme. En ese acto catártico tuve la sensación de vomitar medicamentos y coágulos de sangre. Perdí la noción del tiempo y, como pude, regresé a mi lugar.
Unas horas antes del amanecer entramos al temazcal, para ese momento me sentía mucho mejor físicamente y con mayor claridad mental, como si algo hubiese vuelto a mí. Al salir, ajusté mi cabello pasando las manos por la frente y nunca, al regresarlas frente a mis ojos las note rojas, como si estuviesen ensangrentadas, mi pecho y piernas también lo estaban, me quedé mirando atónito mis extremidades, hasta que escuché una voz a lo lejos del “Tío”, quien había llevado el temazcal, diciéndome: ¡Tápate mijo, tápate! Ya todo está bien.
En grupo regresamos a la plataforma central y nos colocamos junto al fuego, orientándonos por la estrella de la mañana–Venus–esperamos la salida del Sol. Desde ese punto geográfico podíamos observar con claridad al Nevado de Toluca, al Iztaccíhuatl y el Popocatépetl iluminandose lentamente, mientras que a nuestras espaldas seguía siendo de noche. Sin lugar a dudas ha sido el amanecer más hermoso que he visto. Sentí que volví a nacer.
Semanas después me realicé una segunda resonancia magnética para enviarla de nuevo al médico en Francia y presentarlo en mi cita con especialista del IMSS. El primero nos respondió que todo se veía muy bien, que los rastros del golpe habían desaparecido muy rápido y que no quedaba más que comenzar la rehabilitación. El segundo, sin ver los nuevos estudios, y con un solo reojo al expediente, comentó “Ya estás bien, pero te voy a dar un consejo ¿Sabes quienes son los mejores donadores de órganos? Los motociclistas. Porque casi todos son jóvenes, sin enfermedades. Así que te aconsejo que dejes la moto, a menos que te quieras morir pronto. ¡Tú decides!”
Me quedé sin palabras ante el sistema de salud público.
Antonio Monroy
Diciembre, 2020
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Hellen Ascoli writes—about weaving and translation—"To let my body be the place where tension meets the ground," and I imagine a lightning rod connecting languages, pulling threads. She combs, she rakes, she draws an exhibition with neon tapes across her backyard, she stacks two tree limbs in an embrace. I spend my pandemic mornings in the sand of a barren yard in the Great Plains in isolation, and the grit powders my skin and gets into my teeth. We write each other letters. Manal Abu-Shaheen sends me a cyanotype she makes, of the ship that brought her great-grandfather to Ellis Island in 1907. She sends a photograph of the sun dunking into the sea beside Beirut. We talk about the failure of language to account for the distance between here and there, especially in these anguished weeks since the explosion. Her photographs of that city were already moving indoors, but now, isolating in New York, she imagines the intimacy of photographing her friends in their homes, indoors, together. The imagining is about closeness, about touch, about longing and what is no longer here, about having a coffee and telling the stories of this particular year. Thuy-Van Vu describes how her father would plant patches of green, plants and flowers, in the sun-bleached yard of his home in Phoenix, Arizona, and how they would always die under the summer sun there. We talk about things that couldn’t be said in words. “This is the idea of a house my father built,” writes poet Diana Khoi Nguyen. Plants now cover every surface of her Seattle office and home; she feels guilty for letting one of them expire for a painting. She sends photographs from a trip to Vietnam: modest sandals in a glass case at the Museum of Fine Arts in Ho Chi Minh City are marked with dirt from an artist’s day of work. A boy sands a carved Buddha, and the wood gradually changes tones. A typed list of “useful phrases for emergencies” in Vietnamese includes “Don’t shoot!” Photographs of a helicopter made of woven grasses and a broken wooden sculpture of a tank are local thrift store finds, imported from Vietnam.